En la Edad Media, la criptografía evolucionó hacia métodos más estructurados, dando lugar a la sustitución monoalfabética. Este sistema consistía en reemplazar cada letra del mensaje original por otra letra o símbolo, de forma consistente según un "diccionario" o tabla de equivalencias predefinida. Aunque más sofisticado que los sistemas anteriores, este enfoque aún requería que tanto emisores como receptores compartieran la clave de sustitución, lo que añadía un nivel de organización y confianza.
En este periodo, las cortes reales y papales jugaron un papel crucial en el perfeccionamiento de los cifrados. Reyes, papas y nobles comenzaron a emplear a secretarios y expertos en criptografía para proteger sus comunicaciones estratégicas. Los mensajes cifrados mantenían en secreto planes militares, negociaciones diplomáticas y, a menudo, tramas de espionaje. Estas prácticas fomentaron el auge del espionaje y la contrainteligencia, dando lugar a una carrera constante entre quienes buscaban ocultar información y quienes intentaban descifrarla. La criptografía, más que una herramienta técnica, se convirtió en un arte reservado a las élites del poder.
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